Hace unas décadas, este edificio debió lucir esplendoroso: altos techos cubiertos de terciopelo, laberintos de pasillos, cada habitación más amplia que la anterior. Hoy, en cambio, si Alejandra Maya quiere pasar de su cocina al baño tiene que hacerlo con sigilo; y si sus hijas –de nueve y siete años– la siguen, deben hacerlo una detrás de la otra, de puntitas. Y nada de andar correteando detrás del comedor, Alejandra no se cansa de prohibírselos: teme que alguna de ellas caiga al vacío si el suelo no las aguanta.
Sí, el número 46 de la calle Turín, en la colonia Juárez, seguro fue un lugar esplendoroso. Con sus siete balcones grandísimos por donde ahora, además de los chorros de luz, entra una ventisca cálida que choca con la humedad del interior. No hay hora del día en que Alejandra, sus hijas o cualquiera de las personas que viven aquí, puedan quitarse el suéter. Se han acostumbrado al frío con el tiempo; pero, en ocasiones los cambios de temperatura les cala en las rodillas, en los huesos de los dedos. No hay niño, en cambio, que no se enferme frecuentemente: por eso aquí ninguno repela cuando sus madres les ordenan cubrirse.
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